Los músicos

Me gustan los músicos porque dedican su vida a un arte efímero, colectivo y presencial. A diferencia de los pintores, escultores o escritores, que pueden ofrecer al mundo su obra sin tener jamás ninguna cara para su público, los músicos hacen su arte con su cuerpo, pero sin caer en la exaltación de los bailarines y los actores, que convierten al propio cuerpo en obra. Los músicos ponen el cuerpo pero necesitan un instrumento. Esto los devuelve al circuito de los objetos y los hace, a mi entender, más terrenales. Por ser su arte el único que prescinde de lo visual, puede un músico permitir a su público su propia abstracción. Que aceptemos al músico como parte de su música se convierte entonces, si no en un acto de amor, por lo menos en un acto de seducción.

Inasible, intangible, temporal, la música bordea impiadosa nuestros límites, dejándonos como bolsillos dados vuelta hasta reventar las costuras. Por eso, ni bien tuvieron la oportunidad, los hombres multiplicaron hasta el agotamiento cintas, cajas y aparatos que ofrecen, como babeles modernas, la triste ilusión de vencer nuestra condición efímera. Sin embargo esos artilugios no apresan el arte del músico. No hay fanático de Charlie Parker nacido después del 55 que lo haya oído, aunque tenga completa su colección.

Sobre todo, la música es grupal. Requiere, además de una afinación interior y con el instrumento, cierta comunión con los demás responsables de la obra colectiva. Esta comunión se transmite al auditorio, hermanando a sus integrantes. Por eso la música es comunitaria. Estos nuevos aparatos que la hacen portátil pero audible de a uno por vez no lograrán oscurecer jamás su carácter colectivo.

¿Será por esto que todos los hombres de mi vida, desde mi más grande amor hasta el de un solo día, son músicos? Me gustan los músicos porque, al verlos tocar, es posible ver a un hombre gozando sin hacer el amor con él. Los músicos no sólo nos permiten que los veamos ejecutar su arte, es decir, consumar su pasión, sino que nos piden que los acompañemos en su goce. Cuando esto se produce, y el músico en escena goza tocando una música entrañable que me hace gozar, cierta intimidad armónica queda establecida. Me he enamorado de muchos hombres viéndolos tocar.

Los músicos son también hermosos cuando escuchan música. Disfrutan calladamente, con la felicidad en el rostro. He vistos músicos en el acto de escuchar que tienen en su rostro la misma expresión de mis amantes después de hacer el amor conmigo. ¿O acaso mis amantes se sienten, después de hacer el amor, como si hubieran escuchado una música entrañable? Tuve un enamorado bohemio y pelilargo, que cuando abandonó la música puso un restaurant naturista, que durante su enamoramiento me llamó “La Musa”. Músico es lo perteneciente a las musas, quienes se ocupaban de las artes, cuya madre era la memoria. Quizá soy una musa, una fuente de inspiración, un sonido, un recuerdo, o la memoria del propio arte. Sin embargo, hubo otro músico que no pudo amarme, y en la noche del desengaño y la pena me dijo: “al final, estoy igual que hace cinco años, lo único que toco mejor la guitarra”. Quizá el futuro naturista supo escucharme y el guitarrista no.

La mejor imagen de la música la encontré en una biblioteca polvorienta donde trabajaba, como epígrafe al libro de un antropólogo: mère du souvenir et nourrice du rêve. Este francés polémico y urticante escribió su estructuración de los mitos siguiendo formas sinfónicas. ¿Puede la música aunar culturas y modos de vida, desnudar la existencia humana, devolvernos (a) nuestros sueños? Yo creo que sí, y por eso los músicos me gustan: llevan en sus ojos, su piel y sus manos el fino desgaste de quienes trajinan con lo absoluto.

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